Otro día sombrío, frío y grisáceo
invadían los pensamientos de Diana. Todos los días eran igual en aquella cárcel
para niños. Laberinto sin salida, donde vivían prisioneros los sueños de otras niñas como Diana. Había crecido allí
viendo como llegaba niña tras niña y a la vez como tantas otras se iban hacia
lo que ella tanto ansiaba, la felicidad. Perdía la esperanza y se cuestionaba
la existencia de Dios, el único que hasta ese entonces le deba fuerzas para
seguir. Le reprochaba por no poder ser ella misma, por ser presionada, rechazada y castigada al
no ser hombre. Solo deseaba vivir en libertad, privilegio que solo gozaban los
hombres en pleno siglo XX .
Diana había llegado siendo un
bebé, nada se sabía de ella ni de sus padres, si se pueden llamar así. Ni
siquiera nombre tenía en aquel entonces, fue una de las cuidadoras llamada
Cecil quien la llamó Diana. Según rumoreaban en honor a la diosa de la caza
como signo de lo que llegaría a ser. Todavía esperaba ese destino mientras la
enseñaban su único deber: ser una buena esposa.
Igual que siempre se levantó
antes que las otras niñas, se peinó su rizada melena rubia y se lavó su tez
blanca, se puso un abrigo que le empezaba a quedar pequeño y camino sin rumbo
por la vieja mansión. El sol todavía no había salido, todo estaba sumido en una
completa oscuridad pero se conocía la casa como la palma de su mano. Se
recorrió todo varias veces hasta que llegó a la Prohibida y se quedó enfrente de ella. Era la única habitación a la
que no tenían acceso y nunca hasta ese
momento le había intrigado tanto saber que era lo que escondía la roída puerta
de madera. Se acercó al pomo lentamente pero en el momento que fue a tocarlo
abrieron desde el otro lado. Del susto cayó al suelo, y de repente vio que era
Cecil. Hacía años que no la veía, la última vez fue…Ni siquiera lograba
recordarlo. De una cosa si estaba completamente segura no había cambiado en nada.
Seguía igual como recordaba. El pelo negro recogido hacia atrás, la cara llena
de pecas y las gafas redondas sobre los pequeños ojos cansados. Se acercó a
ella con una sonrisa y la ayudó a levantarse.
- - ¿Qué haces despierta a estas horas? – Le
preguntó Cecil mientras cerraba con cuidado la puerta y la miraba con picardía.
– Deberías de estar durmiendo pero no te culpo. Yo tampoco podía dormir cuando
tenía tu edad y vivía aquí. Eran otros
tiempos. – le reprochó.
- - Lo siento, ya me iba – se apresuró a decir.
- - ¿No tienes curiosidad de saber lo que hay dentro?
– Cuestionó mientras se quitaba las
gafas.
- - No tenemos permiso para entrar señorita – dijo
en voz baja
- - No es eso lo que te he preguntado, Diana.
- - Si señorita Cecil, siento la intrusión – dijo
sin levantar la mirada del suelo.
- - No tienes miedo – Dijo completamente seria – Las
mujeres como tu hacen la diferencia, creo que estas preparada. Te espero aquí
después del almuerzo. Será nuestro secreto.
Diana deseaba poder descubrir lo
que allí se guardaba. Imaginaba e imaginaba arcoíris, por alguna razón su mente
la mostraba una y otra vez esa imagen mientras aprendía sus lecciones como
mujer. Estaba tan emocionada que el pasar del tiempo se le hizo eterno. Estuvo
esperando a Cecil, seguramente llegaría un poco tarde pensó. Esperó pero no
aparecía, caían las sombras sobre ella otra vez. La envolvía la oscuridad,
Cecil había incumplido su promesa. De nada servía su espera, todos la
abandonaban, ya no tenía caso confiar y tener fe. Había anochecido
completamente y justo cuando se iba a
dar por vencida al final del pasillo apareció Cecil con lo que parecía ser una
pila de libros. Cecil la miró pero no dijo nada al respecto, entró en la Prohibida y dejó la puerta abierta tras
ella.
Habían millones. Había oído
hablar de este tipo de sitio pero nunca había estado en una, y menos se hubiera imaginado que dentro de la
mansión hubiese una. Mientras observaba le invadió un olor desconocido pero agradable.
No podía creerlo no solo había libros si no periódicos y revistas de hacía
años. No podía creer que estuviese en una biblioteca. Se olvidó de Cecil y de
ella misma. Se olvidó de las diferencias. Se olvidó de los grises.
Iba todos los días aun si
estuviese diluviando. Poco a poco fue comprendiendo la verdadera labor de
Cecil. Creía en el cambio, estudiaba y leía sobre famosas autoras y científicas
que últimamente se había revelado contra la sociedad. Poco a poco Cecil le
enseñó que las mujeres no solo se dedicaban a lo que le había hecho creer desde
que tenía uso de razón. En el interior de Diana se comenzaba a formar su
verdadera personalidad. Mostraba su sonrisa y sus grandes ojos esmeraldas
destellaban admiración al investigar y leer sobre mujeres como Rosa de Luxemburgo o
Virginia Woolf.
Sin embargo, uno de esos tantos
días, meses antes de cumplir los 18
y de su salida del orfanato, le
invadieron distintos sentimientos. Diana había llegado a la conclusión de que
sus esfuerzos no llegarían a ningún lado. No veía cambio alguno, se sentía
decepcionada y humillada por las demás niñas y las cuidadoras que no hacían más
que decirle que estaba como una tetera y que solo le faltaba tener un sombrero
loco que la acompañase.
- - Esa no es la Diana que conozco, creía eres una
luchadora – Dijo decepcionada por el cambio repentino de la muchacha mientras
se tocaba el pelo donde le comenzaban a salir canas.
- - ! Nunca seremos escuchadas ! Estoy harta de
estar en un segundo plano , de estar en estas cuatro paredes. Me siento como un
pájaro enjaulado – Exclamó Diana a punto de entrar en llanto.
- - ¿Te acuerdas de aquella frase que tanto te gusta
de Woolf? – prosiguió serena aun viendo lo derrotada que estaba su pupila.
- - No hay barrera, cerradura , ni cerrojo que
puedas imponer a la libertad de la mente – recitó recordando lo fácil que le
resultó aprendérsela años atrás.
- - Me parece que ya tienes la respuesta. Esperaba
darte esto en tu cumpleaños – le dijo a Diana de espaldas mientras buscaba algo
entre sus pertenencias – Es mi regalo, es la matrícula en una academia quiero
que sigas tus estudios. Me gustaría que lo aceptarás. Todo está arreglado para
que empieces cuanto antes y no tienes que preocuparte por los pagos. – terminó
de decir con lágrimas en los ojos.
Fue entonces
cuando Diana se dio cuenta del envejecimiento de Cecil , de su bondad , de cuanto
la quería y apreciaba. Aprendió que
aquella familia que tanto anhelaba siempre había estado con ella desde el
principio y que nadie podría superar todo lo que Cecil había hecho por ella. La
abrazó como si fuese la última vez y le dijo:
- - Gracias por todo, por todos estos años, por
tener tanta confianza en mí. Gracias por creer en mí. – Terminó de decir
abrazándola mucho más fuerte.
- - No hay nada que agradecer, hija – mientras se
separaban.
Diana ya tenía
decidido que quería estudiar. Quería ser profesora para así poder extender todo
lo que ha aprendido. No le importaba no ser recordada, quería que las demás
niñas luchasen por sus derechos y por la libertad de decidir su propio destino.
Quería ser un ejemplo para otras mujeres. Y lo lograría sin lugar a dudas.